Capítulo 1 — Fuenteovejuna

Alejandro Herrera

5/8/20245 min read

Las huellas que Arturo Benavides Forstall iba dejando sobre las piedras polvorientas de Fuenteovejuna parecían estelas en el mar. Todas apuntaban hacia donde está la Academia Santa Dimpna. Cargaba sobre su espalda su mochila donde llevaba sus libros y cuadernos escolares, incluyendo los de religión. Esos, eran los que más apuntes tenían y más líneas estaban subrayadas. Matemáticas, Literatura, y Ciencia eran lo opuesto. Y por eso, tenía más presente el contenido de esa clase. Ya había leído los evangelios de cubierta a cubierta, siguiendo el consejo de su maestro favorito, el Padre Juan.

Esa mañana, resonó en su mente una frase que había leído del Evangelio de Mateo: Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Arturo, con sus quince años de edad. No estaba seguro porque pensaba tanto en esa frase de todos los diálogos que dice Cristo en los evangelios. Pero cuando la recordaba no podía evitar cerrar sus puños con ira. Y cuando recordaba esa frase, también pensaba en las tantas vajillas rotas en casa por obra de su padrastro, el alcalde Jacobo Calles. Justamente la noche anterior, la vajilla número 3 del año se había hecho pedazos durante una discusión acalorada entre el alcalde Calles, y su madre, Ana Forstall.

— ¡Tu vives bajo mi techo, y no me dirás cómo educar al bueno para nada de tu hijo! — escuchó Arturo vociferar a su padrastro — si no te gusta, regresa al rancho de donde te saqué con tu inútil familia. Pero verás lo vengativo que puedo llegar a ser.

Recordó escuchar a su madre sollozar desde su habitación.

— Está bien, Jacobo — la escuchó decir — haremos lo que tu quieras.

Una lágrima quería salir de Arturo, pero ya estaba por llegar a la escuela. Respiró hondo y siguió su camino hasta que entró al edificio blanco amurallado con una capilla blanca adyacente y un campanario con una campana de la que colgaba una soga que estaba en manos del Padre Juan, quién estaba viendo su reloj para comenzar a tocarla a las ocho de la mañana.

El Padre Juan, quién notó que Arturo estaba llegando a las siete con cincuenta y cinco minutos, vestía su sotana negra y collarín blanco. Era un hombre que a pesar de no tener la piel arrugada, se sentía viejo. Esa mañana, antes de estar bajo la campana, leyó un correo de un colega suyo que estaba en su misión en Mongolia. Las fotos de él en una yurta mongola le hacían sentir una alegría por él, pero no podía negar que no estaba del todo feliz.

Pude ser ese yo — pensaba el Padre Juan.

El Padre Juan levantó la mirada y Arturo estaba cruzando el umbral del colegio hacia el centro del colegio, donde estaba la cancha híbrida de basquetbol y fútbol. Apenas cruzó el umbral, y el murmullo de sus compañeros resonaba en el edificio. Miró a su alrededor, y ese mar de pantalones, faldas, y camisas grises, se veía igual que ayer. Tal vez eso era lo que le gustaba de la escuela: que en contraste de su hogar, no había sorpresas.

— Buenos días, Arturo — dijo el Padre Juan. Arturo se detuvo.

— Buenos días, Padre Juan.

— Es un bello día hoy. Mejor que ayer.

Arturo, miró hacia afuera. El sol apenas calentaba el aire mañanero del desierto de Coahuila. Aunque él pensaba que sus días no tenían nada de buenos, no quería llevarle la contraria.

— Sí, es un buen día — dijo Arturo inexpresivo.

— Todos los días son buenos si nos lo proponemos. Es en las pequeñas cosas donde está la felicidad.

Arturo sonrió ligeramente al Padre Juan y siguió su camino. A medida que se alejaba, el Padre Juan lo miraba reflexionando sobre su interacción.

Ese muchacho no sonríe mucho.

Justo cuando Arturo se mezcló en el mar de uniformes grises, una camioneta pick-up con un emblema en las puertas que leía Alimentos Canut’s, se estacionó en frente de las puertas del colegio. Una mujer joven de piel morena iba al volante con su cabello recogido en una cola de caballo. Vestía una camisa a cuadros debajo de un chaleco azul rey con el mismo emblema que la camioneta. Apagó el motor del vehículo, y volteó al asiento del copiloto. Su hermana, una chica también de piel morena con cabello negro en una trenza bien elaborada, la miró. La mujer al volante le sonrió a su hermana y le habló en tagalo, su lengua materna y común.

— Aquí estamos, Melody — le dijo la mujer al volante a su hermana adolescente — Academia Santa Dimpna. Tu primer día de escuela en México. Te recogeré a la salida. Es como a las cuatro.

Melody, la hermana adolescente. Miró su camisa y falda gris. Vió el emblema de su uniforme que decía el nombre de la escuela.

— Abigail, ¿Sabías que cuando me confirmé en la iglesia, justo antes de dejar Filipinas, nombré a Santa Dimpna como mi santa de confirmación? Es mi santa patrona. Y ni siquiera sé de las causas de la cual es patrona — dijo Melody viendo su uniforme. Su hermana la vio con una ligera sonrisa.

— ¡Ay, Melody! ¿Para qué quieres saber eso? Lo importante es tu nuevo comienzo aquí. Anda ya, bájate porque vas a llegar tarde.

Melody abrió la puerta de la camioneta y se bajó. Pasó por enfrente de la camioneta, y antes de llegar al portón detrás del Padre Juan, se despidió de su hermana con la mano. Su hermana respondió de lejos, encendió la camioneta y se fue a su trabajo. Melody suspiró y entró al colegio. El Padre Juan la vio entrar.

— Buenos Días — la saludó. Melody se giró para verlo. — Tu debes ser Melody, ¿cierto?

— Así es, padre — le respondió Melody en español.

— Bienvenida a México. Todos los maestros esperábamos tu llegada. Esperamos que te sientas cómo en casa— Melody le sonrió al Padre Juan — Mi nombre es Padre Juan. Soy el sacerdote del pueblo de Fuenteovejuna y maestro de teología de este colegio. Si necesitas algo, búscame en la parroquia o en mi oficina. Siempre estoy disponible.

— Gracias, padre — dijo Melody y siguió su camino.

En el centro de la cancha, tomó su horario de uno de los bolsillos de su falda, y buscó cuál era su primera clase.

— Español, salón 3.

Melody sonrió. El hecho de que la clase de Español fuera su primera clase era como un signo de que algo bueno iba a surgir de sus estadía en México. Con optimismo, Melody se dispuso a buscar la aula 3.

El Padre Juan, viendo que eran las ocho de la mañana, tocó la campana del colegio. Los conserjes le ayudaron a cerrar el portón mientras la campana redoblaba y los alumnos iban a las aulas de sus clases. En segundos, la cancha central quedó vacía, con el único ruido del viento soplando a través de la escuela. Mientras que Melody asistía a su clase de Español en la aula 3, Arturo miraba hacia afuera desde la banca de atrás en la aula 4. Ambos sin saber que muy pronto se conocerían.

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Ilustración por AndDRAS.